A veces intento
imaginarme como reaccionaría una persona que hubiese crecido en otro
planeta, en el cual a nadie se le hubiese ocurrido pegar a los niños.
Quizás
algún día gracias al progreso espacial, se podrá viajar de planeta a
planeta y seres de costumbres completamente diferentes llegarán a nuestra
tierra.
¿Qué
sentirán entonces en su mente y en su corazón cuando vean a un adulto
humano vigoroso precipitarse sobre niños pequeños indefensos y pegarles
en un arrebato de furor?
Hoy en día es todavía práctica corriente creer que los niños no están
dotados de sensibilidad y persuadirnos de que todos los sufrimientos
que les infligimos no tienen consecuencias o en todo caso de menor importancia
que en los adultos, precisamente porque son « todavía niños ».
Por
esta misma razón, hasta hace poco tiempo las operaciones sin anestesia
estaban autorizadas en los niños.
Peor
aún, la circuncisión y la extirpación se consideran en numerosos países
como costumbres tradicionales legítimas igual que los ritos de iniciación
sádicos...
Pegar, golpear a un adulto se denomina tortura, pegar a los niños lo
llamamos educación.
¿Por
qué no es ésto suficiente para poner claramente y netamente en evidencia
la existencia de una anomalía que perturba el cerebro de la mayoría
de la gente, una « lesión », un enorme vacío justamente ahí donde deberíamos
sentir la empatía en particular HACIA LOS NIÑOS ?
En
el fondo esta observación es más que suficiente para probar la exactitud
de la tesis según la cual el cerebro de todos los niños, a quienes se
les ha pegado, conservan secuelas porque, ¡prácticamente todos los adultos,
son insensibles a la violencia que infligimos a los niños!
Dado que las torturas que sufren los niños son negadas y rechazadas
por la mayor parte de la gente, se podría suponer que este mecanismo
(de protección ) forma parte de la naturaleza humana, evita sufrimientos
y desempeña incluso un papel positivo en el ser humano.
No
obstante existen al menos dos hechos que contradicen esta aserción.
En
primer lugar es justamente cuando negamos los malos tratos sufridos
que los transmitimos a la siguiente generación, impidiendo así la interrupción
de la cadena de la violencia y en segundo lugar, el recordar lo que
hemos sufrido permite le desaparición de los síntomas de enfermedad.
Está demostrado hoy que el sacar a la luz los sufrimientos vividos en
nuestra infancia en presencia de un testigo compasivo conduce a la anulación
de los síntomas físicos y psíquicos (como la depresión); este hecho
nos obliga a tener que buscar nuevas formas de terapia, ya que manteniéndonos
en la negación de nuestra realidad no encontraremos la liberación, sino
mas bien enfrentándonos a nuestra propia verdad con todo lo que conlleva
de doloroso.
A mi parecer, las mismas conclusiones se pueden aplicar en la terapia
con los niños.
Durante
mucho tiempo pensé, como la mayoría de la gente, que los niños necesitaban
de la ilusión y del engaño para poder sobrevivir puesto que enfrentarlos
a la realidad sería demasiado doloroso para ellos.
Sin
embargo, hoy estoy convencida, de que lo que es válido para los adultos
los es también para los niños: quien conoce la verdad sobre su historia
está protegido de enfermedades o desórdenes de cualquier tipo.
Pero
para ello, la ayuda de sus padres les es indispensable.
Numerosos son los niños que presentan problemas de comportamiento en
la actualidad y numerosas son también las proposiciones terapéuticas.
Desgraciadamente
estas se apoyan en general en conceptos pedagógicos según los cuales
es posible y necesario inculcar adaptación y sumisión con los niños
« difíciles ». Se trata de la terapia conductista que consiste en una
cierta « reparación » del niño.
Todas ellas tienen en común el callar o ignorar el hecho de que cada
niño problemático expresa con su comportamiento la historia del no respeto
de su integridad, que empieza en su más tierna edad como lo muestran
mis investigaciones (ver mi artículo del 2006 « La impotencia de las
estadísticas », todavía no traducido al español) entre 0 y 4 años, momento
en el que se está formando su cerebro.
La
mayoría de las veces este momento de su historia cae en el olvido.
No obstante, no se puede verdaderamente ayudar a un ser lastimado a
curar sus heridas si nos negamos a verlas. Afortunadamente las perspectivas
de curación son mejores en un organismo joven y ésto es igualmente válido
con los problemas psíquicos.
El
primer paso a dar sería pues el de prepararse a mirar de frente sus
propias heridas, tomarlas en serio y cesar de negarlas.
Ésto
no tiene nada que ver con una « reparación de trastornos » en el niño,
se trata mas bien de curar sus heridas por medio de la empatía y de
una información justa y verdadera.
Para que el niño llegue a su pleno desarrollo emocional (sus verdadera
madurez) necesita mucho más que el simple aprendizaje de adaptación
a la norma.
Para
que no desarrolle mas tarde ni depresión ni desarreglos alimenticios,
ni caiga en la droga, necesita acceder a su historia. Pienso que con
los niños maltratados los esfuerzos educativos e incluso terapéuticos,
aún realizados con las mejores intenciones, están condenados al fracaso
si la humillación vivida no ha sido evocada nunca o dicho de otra forma
si el niño está solo con su vivencia.
Para
poder quitar esta armadura que aísla (la soledad frente a su secreto)
los padres deberían encontrar el valor necesario para reconocer su culpa
para con el niño.
Esto
cambiaría completamente la situación.
Podrían
decirle por ejemplo en el transcurso de una tranquila charla:
“Te pegábamos cuando eras todavía pequeño porque a nosotros nos educaron
así y pensamos que era de esta forma como había que hacerlo”.
Pero
ahora sabemos que nunca deberíamos habernos permitido pegarte y sentimos
en el alma la humillación que te causamos y el dolor que te hemos infligido,
no lo volveremos a hacer nunca más. Y si ves que lo olvidamos, te pedimos
por favor que nos recuerdes la promesa que te acabamos de hacer.
Existen ya 17 países en los cuales se penaliza el pegar a los niños
porque simplemente está prohibido hacerlo.
Durante
los últimos 10 años hay cada vez más gente que comprende que un niño
al que se le pega, vive asustado y crece con el temor del siguiente
golpe, alterándose así muchas de sus funciones normales.
Entre
otras, no será capaz más tarde de defenderse si le atacan o el miedo
le producirá un choque desproporcionado.
Un
niño que vive bajo el temor puede difícilmente concentrarse con sus
deberes tanto en casa como en la escuela.
Su
atención se centra más en el comportamiento de sus profesores o padres
que en lo que debe aprender, ya que nunca sabe cuando « la mano se va
a escapar ».
El
comportamiento de los adultos le es completamente imprevisible y por
ello está constantemente en estado de vigilia.
El
niño pierde toda la confianza en sus padres que deberían, como todo
mamífero, protegerlo de las agresiones exteriores y en ningún caso agredirlo.
Desprovisto
de esta confianza se siente inseguro y solo, porque además toda la sociedad
está del lado de los padres (adultos) y no de los niños.
Estas informaciones no son una revelación para él, puesto que su cuerpo
lo sabe ya desde hace mucho tiempo.
Pero
la decisión de sus padres de no huir ya delante de estos hechos, y el
valor de reconocerlos produce sin duda en él un efecto benéfico liberador
y duradero.
Nos
presentaremos así como un modelo hecho no solamente de palabras, sino
de la actitud, que se necesita para actuar tal como se piensa con el
respeto de la verdad y de la dignidad del niño y no con violencia y
falta de dominio de sí mismo.
Como
los niños aprenden de la actitud de sus padres y no de sus palabras
esta confesión será más que positiva.
El
secreto con el que el niño vivía, ha sido por fin desvelado e integrado
en la relación que puede establecerse a partir de ahora, sobre una base
de respeto mutuo y no bajo el autoritarismo y el poder.
Las
heridas hasta ahora ignoradas pueden curarse puesto que ya no se quedarán
almacenadas por más tiempo en el inconsciente.
Cuando
estos niños, informados, se vuelven padres ya no corren el riesgo de
reproducir de forma compulsiva el comportamiento brutal o perverso de
sus padres, ya no son sus heridas reprimidas quienes los dirigen.
La
confesión de los padres ha borrado la trágica historia quitándole su
peligroso potencial.
El niño maltratado por sus padres ha aprendido de ellos a reaccionar
con violencia, esto es incontestable y cualquier enseñante puede confirmarlo
si no se niega a ver lo que tiene delante de sus ojos:
El
niño que recibe golpes en casa pega a los más débiles tanto en la escuela
como en su familia.
Se
le castiga cuando zumba a su hermano pequeño y le resulta incomprensible
el funcionamiento del mundo.
¿No
es de sus padres de quienes lo ha aprendido?
Es
así como aparece muy temprana la confusión que se manifiesta como una
« perturbación » y llevamos al niño a hacer una terapia. Pero nadie
o muy poca gente se atreve a atacar la raíz de la violencia, algo que
debería ser tan evidente.
La terapia a través del juego con terapeutas dotados de sensibilidad
puede evidentemente ayudar al niño a expresarse y a tener confianza
en él en ese entorno protegido.
Pero
como el terapeuta omite las heridas ocasionadas en el pasado, el niño
en general está solo de nuevo, con su vivencia. Incluso los mejores
terapeutas no pueden quitarle ese peso si la preocupación de proteger
a los padres les impide tener en cuenta las heridas de los primeros
años.
Además
no son ellos los que deberían hablar con el niño puesto que ésto suscitaría
el temor de ser castigado por sus padres.
El
terapeuta debe trabajar con los padres por separado y explicarles como
el hecho de hablar de ello con sus hijos puede ser liberador para ellos
mismos y para sus niños.
Está claro que todos los padres no van a estar de acuerdo con esta proposición
aún cuando el consejo proviene del propio terapeuta, cosa que sería
deseable.
Algunos
se burlarán incluso de esta idea y dirán que el terapeuta es muy ingenuo,
que no tiene ni la menor idea de como los niños son manipuladores y
seguramente abusarán de la gentileza de sus padres.
Estas
reacciones no tienen nada de extraño puesto que la mayoría de los padres
ven en sus hijos a sus propios padres y temen confesar sus faltas ya
que antaño les castigaron severamente por ellas.
Se
aferran a su idea de perfección y es muy probable que sean incapaces
de corregirse.
Quiero sin embargo creer que todos los padres no son incorregibles.
Pienso que a pesar del pánico hay muchos que desean renunciar a una
relación de poder, que quieren desde hace mucho tiempo ayudar a sus
hijos pero que hasta ahora no sabían como hacerlo ya que temían abrirse
sinceramente a ellos.
Es
cierto que esos padres podrán con más facilidad imponerse una franca
conversación sobre el « secreto » y que con la reacción de sus hijos
podrán ver los efectos positivos de la revelación de la verdad.
Constatarán
entonces por ellos mismos que los valores que intentamos transmitir
por medio del autoritarismo son inútiles comparados con la confesión
sincera de sus errores, condición indispensable para que al adulto se
le pueda otorgar la verdadera autoridad, porque es creíble.
Se
cae de su peso que cada niño necesita de esa autoridad para encontrar
su camino en el mundo.
Un
niño a quien se le ha dicho la verdad, a quien no se ha educado para
que se acomode con mentiras y atrocidades puede desarrollar todas sus
potencialidades como una planta que en buena tierra hace crecer sus
raíces sin riesgo de ser atacada por bichos perjudiciales (mentiras).
Intenté comprobar esta idea con amigos y pedí a los padres y también
a los niños su parecer.
A
menudo constaté que se me comprendía mal, mis interlocutores interpretaban
mis propósitos como si se tratara de pedir excusas de parte de los padres.
Los
niños respondían que había que ser capaz de perdonarlos, etc.
Pero
mi idea no corresponde en absoluto con éso.
Si
los padres se disculpan los hijos pueden tener la impresión que se espera
de ellos el perdón para descargar a sus padres y liberarlos de sus sentimientos
de culpabilidad.
Esto
sería pedir demasiado a nuestros hijos.
Lo que pienso realmente es en dar una información que confirme lo que
el niño siente ya en su cuerpo y en acordar un lugar central a su vivencia.
Es
el niño quien ocupa el primer plano con sus sentimientos y necesidades.
Cuando
nuestro hijo ve que nos interesamos por lo que él siente cuando nos
excedemos con él vive un momento de gran alivio mezclado con una confusa
sensación de justicia...
No
se trata de perdonar sino de evacuar los secretos que se paran.
Se
trata de construir una nueva relación fundada en la confianza mutua,
de suprimir la armadura que aislaba hasta ahora al niño maltratado.
En cuanto los padres pueden reconocer el dolor que han causado a sus
hijos, muchos caminos hasta ahora cerrados, se abren en un proceso de
espontánea curación.
Este
es el resultado que esperamos de un terapeuta pero sin la cooperación
de los padres resulta imposible.
Si los padres nos dirigimos a nuestros hijos con respeto, atención y
benevolencia reconociendo sinceramente nuestras faltas sin decir: «
es tu comportamiento el que nos ha obligado a tratarte así », muchas
cosas cambian.
El
niño tiene así ante él un modelo que le permite encontrar su camino,
ya no intentamos evitar la realidad, ya no tratamos de « cambiar » a
nuestro hijo para que nos resulte más agradable, no, lo que hacemos
es mostrarle que decir la verdad tiene un gran poder curativo.
Y
sobre todo: ya no necesita sentirse culpable de las faltas de sus padres
una vez que estos han podido reconocer su culpabilidad.
En
los adultos, tales sentimientos de culpabilidad son el origen de innumerables
depresiones.
Los niños que han podido sentir a través de esas conversaciones que
sus padres han tomado en serio sus heridas y sentimientos y han sido
respetados en su dignidad, estarán igualmente mejor protegidos de los
efectos nocivos de la televisión que aquellos que siguen dominados por
el deseo de venganza reprimido contra sus padres y por esta razón se
identificarán con las escenas violentas que verán en la pequeña pantalla.
Y
no es la prohibición, como preconizan los hombres políticos, la que
les impedirá « deleitarse » con lo que propone la televisión.
Por el contrario, los niños informados de las heridas sufridas en su
más tierna edad tendrán sin duda un espíritu crítico más desarrollado
con relación a este tipo de películas o se desinteresarán rápidamente
por ellas.
Quizás
incluso discernirán el sadismo subyacente de sus autores con más facilidad
que la mayoría de los adultos decididos a ignorar el dolor del niño
maltratado que fueron.
Estos
mismos adultos se dejan fascinar por las escenas violentas sin darse
cuenta de que son abusivamente conducidos a consumir la basura emocional
de una vida que el cineasta presenta con el nombre de « arte » y que
venderá a un buen precio, ignorando que se trata de su propia historia.
Esto lo vi claramente al escuchar una entrevista a un famoso director
de cine americano que mostraba sin reparo en sus películas monstruos
horribles y prácticas sexuales brutales con flagelaciones.
Añadió que gracias a la técnica moderna, podía hacer comprender que
el amor tiene diversas facetas y que el azotarse era una forma de amor.
¿Dónde,
cuándo y quién le ha inculcado esta espantosa filosofía en su primera
infancia?
Por
lo visto no tiene ni la menor idea y probablemente permanecerá en la
ignorancia hasta el final de su vida.
No
obstante lo que concibe como su arte le permite contar su historia trivializándola
totalmente en su memoria.
Esta
ceguera tiene evidentemente graves consecuencias sociales.
La mejor edad para hablar con sus hijos de las heridas que se le ha
infligido, es sin duda entre cuatro y doce años o sea antes de la pubertad.
Pasada
la adolescencia el interés por estos hechos probablemente va a disminuir.
Las
defensas contra el recuerdo de sus precoces sufrimientos corren el riesgo
de estar ya sólidamente edificadas, puesto que estos jóvenes casi adultos
se convertirán en padres y una vez en el lugar del más fuerte olvidarán
definitivamente su impotencia de antaño.
Pero
aquí también hay excepciones y además ser adulto tiene consigo momentos
en los que a pesar de todos los logros obtenidos, contraer una enfermedad
puede obligarle a cuestionarse sobre su infancia.
No es raro que las personas que buscan respuesta a sus interrogantes
descubran su verdadero Ser, la historia del niño maltratado que fueron
y sus sufrimientos hasta ahora negados. Empiecen a vivir sus auténticos
sentimientos en lugar de rehuirlos y sorprenderse de encontrar por ese
camino la verdadera liberación.
Dando así al niño que fueron lo que sus padres no pudieron nunca darle:
el permiso de conocer la verdad, de vivir con ella, admitirla y cesar
de huir.
Como
ahora conocen la verdad sobre su historia ya no necesitan engañarse
o anestesiarse por medio de drogas, medicamentos, alcohol o teorías
que suenan bien.
Recuperan
así la energía que antes debieron utilizar para huir de ellos mismos.