Los
primeros años de existencia son muy importantes para la formación
de la personalidad.
En
la infancia, la personalidad? está desprovista de defensas, a
merced del mundo que nos rodea, a la intemperie.
La
ansiedad que se genera en los intercambios imprescindibles que la persona
lleva a cabo con el medio ambiente para su supervivencia, la van modificando,
fortaleciendo, debilitando o enfermando.
Todo
dependerá de la calidad de vida que lleve durante esos primeros
años, de su grado de soledad y privación, de su debilidad
y de la necesidad de ser protegida y querida, de su necesidad de ser
atendida adecuadamente en función de sus características
biológicas.
El niño va dejando de vivir en el Ser? para comenzar habitar
el Ego o SELF construido y como consecuencia de ello
se va desconectando del mítico Jardín del Edén.
Una vez: “un hombre encontró un huevo de águila
y lo puso en el nidal de una gallina de corral.
El
aguilucho rompió el cascarón al mismo tiempo que la nidada
de pollos y creció con ellos.
Durante
toda su vida el águila hizo lo mismo que las gallinas.
Pensando
que era una más de ellas. Escarbaba la tierra buscando lombrices
e insectos, cloqueaba y cacareaba, abría sus alas y daba unos
vuelos cortos. Pasaron unos años y el águila se hizo muy
vieja.
Un día vio un ave magnífica sobrevolando en un cielo sin
una nube. Se deslizaba con una majestuosa facilidad aprovechando las
corrientes de aire, sin apenas batir sus fuertes alas doradas.
La vieja águila miró hacia arriba con un temor reverencial.
-¿Qué es eso?, preguntó.
-“Es un águila, la reina de las aves –le dijo la
que estaba a su lado.
Ella
pertenece al cielo, nosotras somos gallinas.
El águila vivió y murió como una gallina, ya que
es lo que pensaba que era.”
De este modo Anthony de Mello, nos muestra el devenir de muchas personas
que acuden a las consultas en busca de ayuda, con distintos tipos de
síntomas, muchas veces, encubridores del verdadero drama: no
estar despiertos, no ver, no escuchar. Sólo sobreviven penosamente
a su existencia que desconocen o no aceptan como propia.
Se
encuentran sumergidos en su noche, a la espera de un nuevo amanecer
que mágicamente cambie su existencia.
Como en el caso del águila que se sentía gallina, muchos,
casi sin darse cuenta, viven esforzándonos para
adaptarse a aquellos modelos que “quieren” o “idealizan”
ser.
No
siendo ellos mismos y, por consiguiente, viviendo en la insatisfacción.
El
Niño Interior
El
niño interior es al mismo tiempo una realidad de nuestro desarrollo
y una posibilidad simbólica. Es el alma de la persona, creada
en nuestro interior por medio de la experiencia vital. Como sugirió
Jung?, el niño representa una "plenitud que abarca lo más
profundo de la Naturaleza".
La voz del niño interior es fundamental en el proceso de llegar
a ser nosotros mismos. La individuación?, el proceso de desarrollo
de la propia personalidad a lo largo de la vida, está ligada
y gira en torno a la identidad singular del yo infantil.
El
niño es la parte auténtica, y la parte auténtica
en nuestro interior es la que sufre.
Muchos
adultos escinden esta parte de sí mismos y por ello no alcanzan
la individuación, ya que sólo si se la acepta, y se acepta
con ella el sufrimiento que conlleva, puede tener lugar el proceso de
individuación.
Todos podemos reconocer la voz del niño interior, puesto que
la conocemos bien. Todos hemos sido niños. Y el niño que
hemos sido pervive en nosotros para bien o para mal, como recipiente
de nuestra historia personal y como símbolo omnipresente de nuestras
esperanzas y nuestras posibilidades creativas.
El niño es la clave que nos permite alcanzar la expresión
cabal de nuestra individualidad. Esta entidad infantil, el ser que verdaderamente
somos y hemos sido siempre, vive con nosotros aquí y ahora.
¿Qué misterios se esconden detrás de los
pasos dados como niños?.
Dilucidar algunos matices presentes de ese peregrinar desde el niño
que ya fuimos, al adulto que somos.
Más,
como veremos, tal niño no nos refieren únicamente a las
edades de la vida sino y fundamentalmente a realidades interiores, a
veces apenas perceptibles, y otras veces, bastante tangibles.
Mi
pretensión es tomar contacto con dichas realidades para intentar
poner en palabras algo del vasto y rico mundo íntimo de cada
uno.
Todos fuimos niños, todos vivimos de tal o cual forma nuestra
niñez.
Nos
referimos aquí a la etapa real de vida que parte con nuestra
concepción, recorre los nueve meses de gestación y finaliza
cerca del cierre del segundo septenio de nuestra vida: a los 14 años,
poco más, poco menos según: cada uno, la historia familiar,
cultura y época.
Luego
transitamos hacia nuestra adolescencia, juventud y nos buscamos ubicar
en el mundo adulto con diferentes reglas del juego a las experimentadas
en la niñez, con otra mirada del mundo, a veces muy distinta
y distante de la que teníamos cuando niños, la que, en
muchos casos, ya casi ni recordamos.
Hay
una tensión muy grande detrás del binomio Niño
– Adulto; y es una tensión generada por realidades estructuralmente
diferentes.
Ya
no podremos fácilmente mirar con “ojos de niño”,
e incluso en el intento de entender esta etapa estamos influenciados
por las actuales categorías de “grandes”.
Saint Exúpery comienza el conocido libro “El Principito”
con una fuerte crítica a las personas grandes que confunden el
dibujo de una boa que se comió un elefante, con el dibujo de
un sombrero.
Más
tal confusión nunca le ocurrirá a un niño pequeño,
porque él mira con la imaginación creadora a flor de piel,
no con el pensamiento deductivo, ni el sentido común propio de
adultos. Parece ser, en principio, que hay una forma constitutivamente
diferente de mirar y de percibir el entorno.
Intentar evocar los recuerdos de nuestra niñez, es siempre una
tarea delicada; es como tratar de tomar contacto con ese ser arcilloso
y maleable que fuimos, con las huellas que todo aprendizaje fue imprimiendo
en nosotros, con heridas no siempre cicatrizadas, con dulces anécdotas
de juegos, cuentos, canciones y danzas, con viejos e irreconocibles
rencores y miedos, con grandes y alegres momentos, con juguetes y regalos,
festejos de cumpleaños, vacaciones y otras tantas innumerables
cosas.
Algunos
tienen recuerdos más bien dulces de ésta etapa, otros
más bien tristes o amargos y finalmente, otros, parecen no poder
recordar demasiado.
En muchos sentidos, la memoria es frágil, y más cuando
se trata de revisar el pasado remoto de la vida personal.
Hay
cosas que se recuerdan con mucha precisión: olores, lugares,
amigos, situaciones, objetos, rostros, y otras, que sólo evocamos
vaga y confusamente cuando algo en nuestro entorno actúa a la
manera de estímulo que dispara el recuerdo.
Asimismo,
muchas experiencias dolorosas, sólo vuelven a lo cotidiano en
forma de sueños o ensueños.
De
todas formas, más allá de cómo haya sido para cada
uno la niñez, hay allí puesto en juego más de lo
que podemos imaginarnos, al menos en principio, porque la niñez
es nuestro origen y todo origen esconde celosa y profundamente el misterio
de lo primordial.
Probablemente sea una verdad irrefutable que el mundo adulto tiene más
y mejores herramientas para conocer el mundo circundante, pero de poco
sirven las mismas, si al adquirirlas, niegan las capacidades propias
de etapas anteriores.
Paracelso?
sostenía que “lo que vive según la razón
(exclusivamente), vive contra el espíritu” y este es un
importante límite del mundo adulto que infravalora o hasta trivializa
capacidades como la intuición (correctamente entendida), la sensibilidad
frente a lo simbólico, los enigmas expresados en parábolas,
fábulas, cuentos de hadas, criptogramas, jeroglifos, iconos sagrados,
etc.
El
pensamiento discursivo se muestra y se explícita en la palabra,
pero el simbólico va más lejos, metiéndose en el
territorio de los sueños, las poesías, las obras de arte,
la música, la danza, los ritos, entre otros.
El niño es una realidad interior siempre presente a lo largo
de nuestra vida. aunque podemos perder el contacto fácilmente
con dicha realidad y alejarnos de esa fuerza tan particular que asociamos
a la niñez.
Fuerza
de la que vamos a ocuparnos brevemente tratando de separarla para la
mejor comprensión en dos matices: el niño interior y el
niño herido. Me gustaría considerar a ambos niños
como personajes internos con los que es posible tener “un
encuentro”, independientemente de la edad que tengamos.